La Antropología y Epistemología de San Agustín: El Hombre como Reflejo Divino
La obra de San Agustín gira alrededor del alma y de Dios. Se apoya en el ejemplarismo, que sostiene que toda la creación es un ejemplo del modelo divino, ideas eternas e inmutables presentes en la mente de Dios. El hombre es la criatura más próxima a Él, y es en el alma donde San Agustín busca el vínculo entre el hombre y Dios, así como la imagen divina, a través de la interiorización. De esto se obtiene la idea de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, aunque existan diferencias fundamentales, pues Dios y el hombre son de naturaleza distinta. El hombre es parte de la creación de Dios. La gran diferencia es que Dios es eterno e inmutable, mientras que todo lo creado es perecedero y cambiante. No obstante, para San Agustín, el alma es una realidad intermedia entre Dios y los seres creados, pues cambia en el tiempo pero no en el espacio, y es eterna. El alma nos vincula y nos comunica con Dios. San Agustín añade que el hombre puede perfeccionarse asemejándose más a Dios.
Para la concepción del hombre, San Agustín se sirve del dualismo platónico: el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo, donde el auténtico ser es el alma. Respecto al origen del alma, al principio adopta una posición traducianista (las almas de los hijos provienen de las de los padres), pero al final la descarta en favor del creacionismo (Dios crea el alma en cada uno de nosotros), aunque esta última no explica de forma clara la transmisión del pecado original.
San Agustín también explica que en nosotros hallamos una imagen de la Trinidad de Dios, y considera que el hombre ocupa una posición intermedia entre Dios y el resto de criaturas, la situación más próxima a Dios a excepción de la de los ángeles. Esto denota un escalonamiento, donde unos seres están más próximos y son más semejantes al Principio Supremo que otros.
La Trinidad y el Alma Humana: Memoria, Inteligencia y Voluntad
Según la teoría de la Trinidad de San Agustín, las tres personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) constituyen una única y sola sustancia divina, desarrollada de tres modos simultáneos e indivisibles: el Ser como Padre; la Inteligencia como Hijo, engendrado por el Ser; y el Espíritu Santo como vida, amor a la vida y voluntad, que surge de la relación entre Ser e Inteligencia.
San Agustín sostiene que el alma, al igual que el hombre, es un pensamiento que se conoce y se ama. Por ello, el ser del alma se sostiene como mente, en la que destaca la memoria, porque posibilita la introspección, la toma de conciencia de la vida anterior y la construcción de nuestra identidad personal. Esto revela que en cada uno de nosotros hay un inmenso mundo interior por explorar.
De este pensamiento, que es el alma, brota el conocimiento de la existencia, expresado en el propio pensamiento. De la relación entre ambos se desarrolla el amor, el conocimiento y la existencia, concebido como la fuerza ascendente que lleva al alma hasta Dios.
Al distinguir en el alma tres capacidades: Memoria, Inteligencia y Voluntad, observamos una manifestación de la Trinidad de Dios en nosotros. Comprender esto es comprender a Dios: la memoria del alma es un reflejo del Padre; la inteligencia del alma es un reflejo del Hijo; y la voluntad o amor del alma es un reflejo del Espíritu Santo. Por tanto, concluimos afirmando que para San Agustín, lo más íntimo del ser del hombre es el reflejo de Dios; que el conocimiento del hombre y de Dios son recíprocos; y que San Agustín pretendía conocer a Dios a través del alma, y el alma a través de Dios.
Sabiduría e Iluminación Divina en San Agustín
San Agustín sostiene que el hombre perfecciona su alma acercándola a Dios, lo cual requiere una conexión entre el hombre y Dios, que, según él, se halla en el alma, donde se encuentra también la huella del Creador.
Además, afirma que la verdad, asociada a la felicidad, se halla en la experiencia de la conciencia de uno mismo, no en el conocimiento sensible. Este último queda en un segundo plano al considerar a los sentidos incapaces de mostrarnos los principios y las causas de los sucesos. Estos principios y causas solo pueden ser descubiertos por la razón, a través de sus funciones superiores. Ahora bien, son las funciones inferiores de la razón las que nos permiten distinguir las certezas de lo que no lo son, permiten juzgar el conocimiento sensible y acceder a la inmutabilidad y la veracidad del conocimiento del Creador. Aunque al alma no le afectan directamente los órganos sensoriales ni los sentidos por ser superior, sí advierte las modificaciones del cuerpo y nos genera las sensaciones. Estas informan sobre los estados de nuestro cuerpo y nuestro entorno.
Esta razón inferior nos es útil, pues nos permite estudiar las realidades sensibles y cambiantes y nos sirve en las necesidades prácticas de la vida. Por otro lado, San Agustín destina la razón superior al conocimiento de las ideas y de la inteligencia, halladas en el alma pero que proceden de Dios.
Las ideas de Dios, eternas e inmutables, son modelos y razones últimas de las realidades físicas. A estas ideas solo llegaríamos por iluminación divina (voluntad de Dios), las cuales son verdad inmutable y eterna. La parte superior del alma estaría en contacto directo con Dios, mientras que la inferior se encontraría en contacto con el cuerpo y el mundo sensible.
No obstante, para San Agustín, existen dos pasos anteriores a la iluminación. El primero es la interiorización, que exige volverse hacia dentro de uno mismo, mirar y observar que, a pesar de que nuestra naturaleza es mutable, encontramos en ella verdades inmutables, por lo que nuestra misma naturaleza posee caracteres superiores a los de ella misma. El segundo paso es la autotrascendencia, que nos llevaría más allá de nosotros mismos, hasta la verdad absoluta e inmutable.
Durante estos dos procesos, la Inteligencia y la Voluntad juegan un papel importante. Es por esto que San Agustín liga íntimamente conocer y amar, al igual que fe y razón. La voluntad es razón última del conocimiento, pues, primero el filósofo cree y luego la voluntad lo lleva a amar a Dios, superior al alma, donde encuentra la verdad suprema y la felicidad. Asimismo, razón y fe, conjuntamente, esclarecen la verdad: primero, la razón lleva al hombre a creer (la fe); luego, la fe orienta e ilumina a la razón; por último, la razón esclarece los contenidos de la fe, ya que la fe es un punto de partida para todos y puede ser profundizada por la razón.
Para San Agustín, las pruebas de la existencia de Dios se encuentran en la grandeza del universo; su carácter inmutable y necesario, frente a la naturaleza humana mutable y contingente; y el argumento del consenso, pues la mayoría de los hombres coincidían en aceptar la existencia de Dios. Bajo todo esto se halla la idea de creación, pues solo Dios puede crear el ser de la nada, y en su mente están las ideas eternas de todo lo posible, pasado, presente y futuro. Dios creó todo de golpe, y los seres futuros estaban en forma de rationes seminales (razones seminales), que se desarrollaron a su debido tiempo.
San Agustín frente al Escepticismo Académico: La Certeza de la Propia Existencia
San Agustín defiende la certeza de la propia existencia frente a “los académicos”. Eran continuadores de la Academia de Platón, pero se habían vuelto escépticos, sostenían que todo lo que creemos está expuesto al error y a la duda y que nuestras percepciones son relativas, mostrándonos solo la apariencia de las cosas. Por tanto, no creían que ningún saber fuera seguro. Trataban de no apegarse a ninguna opinión y suspender el juicio para conseguir la serenidad, lo que resulta contradictorio, pues ya defendían una opinión.
Por su orientación neoplatónica, San Agustín insiste en que la verdad ha de buscarse en el interior de uno mismo, en la autoconciencia (Todas las mentes se conocen a sí mismas con certidumbre absoluta). La afirmación “Somos, conocemos que somos, y amamos este ser y este conocer” establece la certeza de la existencia, y quien duda de esto, es cierto que duda, que vive y que piensa. Lo cual muestra que el alma puede elevarse por encima de sí misma hasta la verdad. Mediante la célebre frase Si fallor, sum (Si me engaño, existo), basa la certeza de la existencia en la aceptación del engaño, pues para engañarse es necesario existir. Por tanto, conozco mi existencia, además de amar, el existir y el conocer. Existir, conocer y amar son tres verdades absolutas sobre las cuales no cabe ni la duda ni el engaño.
San Agustín piensa que alcanzamos estas verdades absolutas, eternas y necesarias, porque todo lo que se le presenta a la mente humana como inmediato es indudablemente cierto. Es más, explica que solo estas verdades permiten juzgar sobre lo sensible y lo cambiante, y establece que la capacidad para descubrir la verdad, la justicia y el bien (capacidad de juicio) no solo está relacionada con la razón, sino que su fundamento último se encuentra en Dios. Por esta razón, San Agustín concibe que la fe y la voluntad son dones divinos que nos ponen en el camino hacia Dios.
Por último, su afirmación de Si me engaño, existo es solo una verdad más en su pretensión de conocer a Dios y el alma, desde un sentido místico de plenitud que incluye la felicidad del hombre.
El Amor a la Existencia y el Amor al Conocimiento en San Agustín
El tema de esta sección es la confirmación de tres verdades: que existo; que conozco que existo; y que amo el conocer y el existir. San Agustín, frente a los argumentos escépticos, trata de demostrar la existencia de estas verdades.
Para él, todo cuanto existe ama su existencia, y su tendencia natural es perpetuarla. Incluso, afirma que cualquier ser (persona o animal) preferiría llevar una vida miserable a morir. También explica que el hecho de existir es un don que Dios (perfección) nos otorga, siendo Dios la causa de todo lo creado; por tanto, cualquier ser tiende a conservar y respetar su existencia, y cualquier forma de existencia es buena y preferible a la nada. Esto es válido también para animales y plantas, pues participan de la causa creadora. Añade que la felicidad reside en el amor a Dios, ya que somos imagen de Él, y por eso amamos la existencia como amamos a Dios.
San Agustín sostiene que amamos el conocimiento, y consecuentemente, la verdad, ya que preferimos la razón, la cordura a la locura. Aquí se hace distinción entre el conocimiento sensible, que pueden poseer otros seres y animales (y también el hombre), y el intelecto o la razón superior, el más alto nivel de conocimiento y facultad exclusiva del hombre que le permite descubrir la verdad, lo cual solo se puede obtener con ayuda divina.
San Agustín basa lo anterior en la existencia de un vínculo con Dios a través de su Hijo. El Hijo de Dios, cuya imagen hallamos en nosotros, es Verbo, Palabra o Logos de Dios. Por tanto, nuestro conocimiento nos permite adquirir conciencia respecto del Bien y la Verdad, y una vez conocidos, aparece el Amor, el amor al conocimiento. Estos procesos, amar y conocer, se desarrollan simultáneamente.
La voluntad (Espíritu Santo) y el amor conducen al hombre hacia Dios. El amor a Dios es amor a la Verdad y al Bien, y la inteligencia, por iluminación divina, dota a las personas de ideas buenas. Sin embargo, esto no impide el mal, que reside en el alejamiento del bien en las acciones humanas y el apego a los sentidos, al cuerpo y a la soberbia. El mal no es responsabilidad del Creador, sino del libre albedrío del hombre que vive sin fe y sin ayuda de la gracia divina.