El Imperio de los Austrias Mayores: Consolidación y Contrastes

El siglo XVI español alborea con la entronización de la nueva dinastía de los Habsburgo en la figura de Carlos I, nieto de los Reyes Católicos, quien empleará las estructuras del Estado Moderno heredadas de Isabel y Fernando para construir una ‘Monarquía universal’ que regirá los destinos del mundo entonces conocido.

La consolidación del Imperio Hispánico ‘en el que nunca se ponía el sol’ con su hijo, Felipe II, otorgará a los Austrias Mayores la hegemonía europea al amparo de la unidad católica, y dará a la historia de España su más glorioso capítulo. Sin embargo, no todo serán luces en tiempos de los Austrias Mayores, pues a la leyenda rosa de sus logros se opondrá la leyenda negra de sus sombras.

El éxito alcanzado durante el reinado de los Austrias Mayores fue el resultado de la combinación entre las raíces asociadas al legado recibido, es decir, la herencia territorial y la pacificación de la política interior de dichos territorios.

La formación de este vasto imperio territorial radica en la herencia recibida por Carlos I. Así, heredó Castilla (que incluía el reino de Navarra y América) y Aragón (también con el reino de Nápoles y Sicilia) de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, al tiempo que de sus abuelos paternos recibió los Países Bajos y el Franco Condado, por parte de María de Borgoña, y los territorios patrimoniales de los Austria por parte de Maximiliano I. Además, de su abuelo paterno también heredó el derecho a ser coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, como, de hecho, lo fue en 1519 con el nombre de Carlos V.

Carlos I abdicó en 1556 en su hijo, Felipe II, legándole todos sus territorios salvo el derecho de ceñirse la corona imperial que se lo cedió a su hermano Fernando.

Configurado el imperio a gobernar por los Austrias Mayores, se precisaba de la pacificación de la política interior para impulsar la política exterior de prestigio.

Así, en el caso de Carlos I, su condición de rey extranjero desconocedor del castellano, rodeado de una corte foránea, impasible ante las leyes y costumbres de los reinos peninsulares y sin más pretensión que la de obtener de los reinos peninsulares los recursos para convertirse en emperador derivó en las revueltas de las Comunidades en Castilla (1520-1522) y las Germanías en Valencia y Mallorca (1519-1523), ambas sofocadas por el monarca.

En lo que respecta al movimiento comunero, liderado por Bravo, Maldonado y Padilla, enfrentado al regente Adriano de Utrecht, se trató de una rebelión de las ciudades castellanas con reivindicaciones sociopolíticas que reclamaba el regreso del rey, es decir, la figura de un rey presente que acatase la voluntad de las Cortes en detrimento del protagonismo de los colaboradores extranjeros, que redujera los impuestos, los gastos de la corte y la exportación de la lana. La incorporación de campesinos tornó también a la rebelión en revuelta antiseñorial, lo que derivó en el apoyo de la nobleza al rey y, por ende, en la derrota comunera en Villalar (1521).

Aunque paralelas en el tiempo, las Germanías difieren de las Comunidades en aspectos como el espacio, ya que se desarrollaron en Valencia, Mallorca y Murcia, y, principalmente, en la naturaleza del movimiento, ya que las Germanías fue, ante todo, una rebelión popular con una finalidad socioeconómica, un enfrentamiento entre burgueses y artesanos contra la nobleza para reducir sus privilegios y abolir la jurisdicción señorial.

En lo que respecta a Felipe II, su política interior estuvo jalonada por multitud de conflictos derivados de la aplicación de su política de confesionalidad católica, ‘hispanización’ y pretensiones absolutistas. Así, por un lado, su intolerancia religiosa basada en la limpieza de sangre y la Inquisición motivó la rebelión de los moriscos en las Alpujarras (1568-1570), sofocada por Juan de Austria. Por otro lado, la implantación de una Monarquía hispánica focalizada en Castilla y marcada por el autoritarismo real, derivó en incidentes como el de Antonio Pérez, secretario del rey que, siendo perseguido por este, se refugió en Aragón, un reino celoso de sus privilegios que se rebeló contra Felipe II por entrometerse en sus fueros para capturar a Pérez. Finalmente, Felipe II revocó alguno de los privilegios aragoneses (nombramiento regio del Justicia Mayor), pero no eliminó sus fueros.

Las pretensiones absolutistas del ‘rey Prudente’ se reforzaron con su mayor éxito político y diplomático: su entronización como rey de Portugal (1580) por las Cortes de Tomar tras la muerte del rey portugués Sebastián de Avís. Así, haciendo valer su derecho al trono por ser nieto de Manuel ‘el Afortunado’, Felipe II incorpora el reino vecino mediante una unión personal, pues Portugal gozó de independencia en la práctica, con la cual el imperio alcanzó su máxima extensión y, de nuevo, Felipe II cumplió con una de las pretensiones de los Reyes Católicos.

Aplacados los conflictos peninsulares, Carlos I y Felipe II iniciarán una política exterior común en escenarios similares contra enemigos recurrentes, pues comunes serán los ejes vertebradores de dicha política exterior:

  • En primer lugar, el logro de la hegemonía hispánica en Europa, que los enfrentará a Francia, su gran rival. De cuatro guerras precisó Carlos I para vencer a Francisco I en su lucha por el predominio de Italia. Así, la victoria española en la batalla de Pavía (1525), el ‘saco de Roma’ (1527) por las tropas imperiales y las firmas de las paces de Madrid (1526) y Cambray (1529) otorgaron a Carlos I el control de Italia con la conquista del Milanesado y el aumento del prestigio militar, ligados también a la ruina financiera.

Menos conflictivas fueron las relaciones de Felipe II con Francia, pues salvo la victoria inicial en San Quintín (1557) y los conflictos religiosos entre hugonotes y católicos, apoyados por el ‘rey Prudente’, las paces de Cateau Cambresis (1559) y de Vervins (1598) con Enrique IV marcaron las relaciones de este reinado con el país vecino.

  • En segundo lugar, la defensa del catolicismo enfrentó a los Austrias Mayores a sus religiones enemigas, el islam y el protestantismo, escindido en sus ramas luterana, anglicana y calvinista.

La lucha contra el islam era en sí la lucha contra el Imperio Turco y los piratas berberiscos que amenazaban el Mediterráneo y generaban cuantiosas pérdidas económicas.

Para Carlos I la guerra contra el Imperio Otomano de Solimán no era una prioridad, por ello, su intervención contra el asedio turco de Viena y la toma de Túnez (1535) no fueran suficientes para evitar que el Mediterráneo occidental siguiera siendo un mar inseguro.

A diferencia de la actitud de su padre ante este conflicto que se perpetuaba en el tiempo, Felipe II sí lideró la cruzada contra los turcos. Así, junto con la Santa Sede y Venecia, conformó la Liga Santa, una alianza que derrotó a los otomanos en la batalla naval de Lepanto (1571). Una batalla mítica a la que, sin embargo, siguió la pérdida de Túnez y, con esta derrota, la certeza de que la piratería berberisca seguiría azotando las costas españolas.

En lo que respecta al enfrentamiento contra el protestantismo, fue durante el reinado de Carlos I y en el corazón del Imperio donde nació la escisión del cristianismo. Así, fue en los territorios alemanes y en la Dieta de Worms (1521) donde Martin Lutero comenzó a propagar la Reforma protestante con el apoyo de algunos principados germanos, alentados por la esperanza tanto de desmantelar la Iglesia católica y, por ende, aumentar sus rentas, como de alejarse del emperador y sus actuaciones centralistas y autoritarias.

Finalmente, la condena del luteranismo por parte del Concilio de Trento (1545-1563) y el inicio de la Contrarreforma forzaron a Carlos I a enfrentarse a la unión de príncipes alemanes, la Liga de Esmalcalda, a quien derrotó en la batalla de Mühlberg (1547). Sin embargo, el emperador no logró ni la unificación religiosa ni la imposición de su autoridad política, lo que se plasmó en la firma de la Paz de Augsburgo (1555), por la que se obligó a los súbditos del Imperio a profesar la religión católica o protestante de su príncipe.

En el caso de Felipe II, sus guerras de religión, combinadas también con intereses económicos y políticos, le enfrentaron a la rebelión de los protestantes en los Países Bajos y a la Inglaterra protestante anglicana. Las causas de la rebelión de las 17 provincias federadas de los Países Bajos aunaban cuestiones religiosas como la difusión del calvinismo en las provincias del norte, cuestiones políticas, como el descontento contra el autoritarismo del rey y la disminución del poder nobiliario, y cuestiones económicas, tales como la excesiva presión fiscal que la monarquía hispánica ejercía sobre una zona rica y próspera asida al desarrollo burgués. Todo ello generó una serie de revueltas que se prolongaron entre 1568 y 1648 y que Felipe II intentó sofocar bien de forma autoritaria y sangrienta a través del Duque de Alba, bien de forma conciliadora mediante Juan de Austria, Alejandro Farnesio y su hija Isabel Clara Eugenia. Ambas políticas fracasarán y derivarán, primero, en la división del territorio en las provincias católicas del sur (Flandes), cohesionadas por la Unión de Arras, y las protestantes del norte (Provincias Unidas) y, después, en la definitiva independencia de estas en 1648.

En lo que respecta al último de los conflictos indicados, Isabel I de Inglaterra convirtió este reino en un férreo enemigo de Felipe II, no en vano, fue su máximo rival en el comercio colonial, socavado por los piratas Hawkins y Drake, apoyó a los sublevados holandeses y defendió el anglicanismo. Todo ello hizo que Felipe II planease la invasión de Inglaterra con la construcción de una Gran Armada que sucumbió estrepitosamente en 1588. La derrota de la ‘Armada Invencible’ prolongó las hostilidades entre ambos reinos hasta la firma de la paz en 1604.

En último lugar, señalar que todos los logros hasta ahora mencionados en la política interior y exterior de los Austrias Mayores hubieran sido difícilmente concebibles sin el papel jugado por las riquezas que, llegadas desde la América española, sufragaban, especialmente, la política de prestigio desarrollada durante el siglo XVI. Así, Carlos I y Felipe II continuaron la empresa colonial iniciada por los Reyes Católicos y Colón no solo ampliando la conquista en América y el Pacífico con hitos como la primera vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, el sometimiento de aztecas e incas por Hernán Cortés y Pizarro, respectivamente, y la ocupación de las islas Filipinas, sino también consolidando la misma mediante actuaciones como la creación del Consejo de Indias o la división territorial en virreinatos, hechos, en definitiva, que permitieron alcanzar la India por el oeste.

CONCLUSIÓN

Despojados del absoluto heroísmo, Carlos I y Felipe II se descubren como monarcas que encumbraron a los reinos españoles como la primera potencia europea, aún a costa del desgaste político y socioeconómico que exigió la gloria hispánica. Un peaje que hipotecó los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, que vistos a la luz de una nueva perspectiva histórica y, enmarcados en una centuria de crisis generalizada, pierden parte de los tópicos peyorativos que habían establecido una cesura en el reinado de los Habsburgo en España, identificado a los Austrias Menores con la decadencia y el ocaso frente al esplendor y el cenit de los Austrias Mayores.