Ética de Kant
Kant aborda la cuestión moral en su obra Crítica de la Razón Práctica, preguntándose qué debemos hacer. Para ello, distingue entre dos tipos de éticas: las éticas materiales y la ética formal. Las primeras son empíricas, se basan en la experiencia y proponen fines concretos como metas morales. Sus normas son hipotéticas, es decir, dependen de alcanzar un fin, y son heterónomas porque el criterio moral no surge del propio sujeto, sino de algo externo como Dios o la naturaleza humana.
Frente a estas, Kant propone una ética formal, que no depende de la experiencia ni de ningún fin. Esta ética es a priori, universal y autónoma, ya que sus normas provienen exclusivamente de la razón. El valor moral de una acción, según Kant, no reside en sus consecuencias, sino en la intención con la que se realiza. Por ello, solo es moral aquella acción realizada por deber, es decir, por respeto a la ley moral que dicta la razón. Actuar conforme al deber pero por otros motivos (como el interés o la costumbre) no tiene valor moral.
El principio fundamental de su ética es el imperativo categórico, que es una norma que debe cumplirse sin condiciones. Se formula de distintas maneras, destacando dos:
- Actuar solo según una máxima que pueda convertirse en ley universal.
- Tratar siempre a los demás como fines en sí mismos y nunca como simples medios.
Si todos cumpliéramos con este principio, se alcanzaría el Reino de los Fines, una sociedad ideal en la que cada persona es respetada por su dignidad.
Por último, Kant plantea tres postulados necesarios para que la moral tenga sentido: la libertad, porque sin ella no podríamos actuar moralmente; la inmortalidad del alma, ya que el perfeccionamiento moral es un proceso continuo; y la existencia de Dios, como garantía de que la virtud y la felicidad se unirán en un orden moral del universo.
La Banalidad del Mal en Arendt
Arendt sostiene que el mal puede ser banal, es decir, puede ser perpetrado por personas que no actúan por odio o maldad, sino por falta de reflexión y por actuar con una mentalidad burocrática, donde se sigue el deber sin pensar en las consecuencias. Este concepto desafía la idea tradicional de que el mal siempre proviene de individuos malignos o demoníacos, y pone énfasis en cómo la obediencia ciega y la despersonalización pueden llevar a la perpetuación de actos horribles.
El concepto de la banalidad del mal subraya la importancia de la responsabilidad individual y la necesidad de pensar críticamente sobre nuestras acciones en lugar de simplemente seguir órdenes.
La Muerte de Dios y el Superhombre en Nietzsche
La muerte de Dios permite la superación del ‘hombre’, pues Dios era el fundamento último de la realidad del hombre. Desapareciendo Dios, el hombre está desorientado ante la vida; puede mantenerse en el nihilismo pasivo.
La superación de esta tradición se refleja en una nueva concepción antropológica que introduce nuestro autor: el superhombre.
Tras la muerte de Dios, el superhombre es el nuevo hombre. La diferencia es que este posee el carácter de asumir la muerte de Dios.
El paso hombre-superhombre se aprecia en lo que Nietzsche denomina las tres transformaciones del espíritu.
Las Tres Transformaciones del Espíritu
El Camello
Representa cómo el espíritu humano ha vivido sometido durante siglos por los valores del cristianismo, soportando el pesar de la obediencia con la esperanza de obtener la vida eterna. Tiene conciencia, y esto supone su ruptura con la sociedad.
El León
Que es la situación del hombre cansado de soportar la carga de la vieja moral, que se rebela contra su amo y comienza a imponer su propia voluntad. El león es el nihilista, el gran negador, que aún no tiene nuevos valores.
El Niño
Que es la situación del hombre liberado de todas las cargas, creador de sus propios valores y que solo busca la afirmación de sí mismo.
Dios en Nietzsche y Marx
Tanto Nietzsche como Marx critican la figura de Dios, pero desde perspectivas distintas. Para Nietzsche, la idea de Dios representa una moral que niega la vida, reprime los instintos y debilita al ser humano. Su famosa frase ‘Dios ha muerto’ no implica una negación religiosa literal, sino el fin de la fe en los valores absolutos que sostenían la cultura occidental. Esta pérdida lleva al nihilismo, pero también abre la posibilidad de que el ser humano cree sus propios valores, dando lugar al ideal del superhombre.
Por otro lado, Marx ve a Dios y la religión como una construcción social al servicio del poder. Para él, la religión es el ‘opio del pueblo’, una ilusión que consuela a los oprimidos y los aleja de la lucha real contra la injusticia. En su visión, la fe en Dios es una forma de alienación que impide a las personas tomar conciencia de su situación y cambiarla. Mientras Nietzsche denuncia a Dios como símbolo de decadencia moral, Marx lo critica como instrumento de dominación económica y social.
Dios en Nietzsche y Kant
Nietzsche y Kant abordan la idea de Dios desde posturas filosóficas muy distintas. Kant no intenta demostrar la existencia de Dios como lo hacían los filósofos anteriores, pero sí considera que es una necesidad moral. En su filosofía práctica, postula la existencia de Dios como un requisito para dar sentido a la moral: para que la virtud tenga una recompensa (la felicidad) y el deber tenga un propósito último. Dios, junto con la libertad y la inmortalidad del alma, es uno de los postulados de la razón práctica, necesarios aunque indemostrables teóricamente.
En cambio, Nietzsche declara la ‘muerte de Dios’ como símbolo del colapso de los valores tradicionales, en especial de la moral cristiana que Kant aún intenta salvar. Para Nietzsche, la moral basada en Dios reprime la vida, niega los instintos y hace al ser humano débil y sumiso. Su crítica no es solo religiosa, sino cultural: al morir Dios, también muere la base de una moral universal y objetiva, lo que conduce al nihilismo. Frente a esto, propone que el ser humano debe crear sus propios valores, sin depender de ninguna figura trascendente.
En resumen, mientras Kant conserva a Dios como fundamento ético necesario para el orden moral del mundo, Nietzsche lo rechaza como símbolo de una moral decadente que debe ser superada para que el ser humano pueda afirmarse plenamente.