El Baldaquino de San Pedro – Gian Lorenzo Bernini
El Baldaquino de San Pedro (1624-1633) es una de las obras cumbre del Barroco, diseñado por Gian Lorenzo Bernini para marcar el lugar donde, según la tradición, se encuentra la tumba de San Pedro. Ubicado bajo la gran cúpula de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro del Vaticano, este gigantesco baldaquino de bronce de casi 30 metros combina escultura, arquitectura y simbolismo religioso con una teatralidad propia del arte barroco.
Sus columnas salomónicas, inspiradas en el Templo de Salomón, están decoradas con hojas de laurel, abejas (símbolo de la familia Barberini, mecenas de la obra) y querubines. Estas columnas no solo estructuran la obra, sino que generan una sensación de movimiento ascendente que enfatiza la verticalidad y guía la mirada hacia la cúpula. El baldaquino actúa como nexo entre el altar y el espacio arquitectónico que lo rodea, sirviendo de marco para las liturgias papales.
Bernini demuestra un dominio absoluto de los materiales (bronce fundido reutilizado del Panteón) y una capacidad extraordinaria para integrar sus obras en un programa iconográfico global. La obra es tanto símbolo del poder de la Iglesia como una manifestación visual del arte contrarreformista que buscaba conmover y elevar espiritualmente al espectador.
Fachada de San Carlo alle Quattro Fontane – Francesco Borromini
San Carlo alle Quattro Fontane (1638-1667), diseñada por Borromini, es un hito del Barroco romano. Su pequeña fachada encarna una innovación radical respecto a los modelos renacentistas clásicos. Lejos de la linealidad y el equilibrio, Borromini propone una fachada dinámica, casi escultural, que juega con la curvatura convexa y cóncava. La fachada no se percibe como un plano estático, sino como una superficie viva, que respira, vibra y envuelve al espectador.
En el cuerpo inferior, las pilastras se alinean de manera rítmica, pero sin rigidez, mientras que el cuerpo superior, más estrecho, presenta un gran medallón ovalado en el que se inserta la imagen de San Carlos Borromeo. Este relieve no es un simple adorno, sino parte integral de la arquitectura, lo que refuerza la idea barroca de la unidad de las artes.
Borromini juega con la luz y la sombra, con líneas que se ondulan, creando un efecto casi pictórico en la superficie de la piedra. Esta fachada no solo impresiona por su originalidad formal, sino por su capacidad de proyectar una espiritualidad intensa a pesar de su escala reducida. Es una clara manifestación del barroco intelectual de Borromini, más austero y místico que el de su rival Bernini, pero igual de impactante.
Cristo de la Clemencia – Juan Martínez Montañés
El Cristo de la Clemencia (1603-1606), de Juan Martínez Montañés, es una de las esculturas más sobresalientes del Barroco español, y en concreto del foco sevillano. Esta talla en madera policromada representa a Cristo crucificado, pero no en el momento agónico de la muerte, sino justo antes, con una expresión serena y compasiva, que le ha valido el apelativo de “Cristo de la Clemencia”.
Montañés rompe con el dramatismo crudo del Manierismo anterior para ofrecer una imagen de Cristo contenida, de gran espiritualidad, pero con un ideal de belleza clásica. La anatomía es minuciosa y proporcionada, el rostro transmite paz y resignación, y la policromía, aplicada por su colaborador Francisco Pacheco, otorga al cuerpo un realismo que conmueve sin recurrir al exceso.
A través de esta obra, Montañés consigue lo que la Contrarreforma proponía: mover al fiel a la devoción mediante la emoción serena. Es una escultura que busca más conmover por su belleza que por su dolor. Su influencia fue enorme en la imaginería procesional andaluza. Representa una síntesis entre el equilibrio clásico y la intensidad emocional del Barroco, elevando la escultura religiosa a una categoría estética y espiritual muy alta.
La Última Cena – Rafael Sanzio
La Última Cena (1518) de Rafael, parte de los frescos del Vaticano en la Loggia de León X, es una interpretación renacentista del célebre tema evangélico. Aunque menos conocida que la de Leonardo da Vinci, la de Rafael destaca por su armonía compositiva, su claridad narrativa y su elegancia formal, rasgos distintivos del arte del Alto Renacimiento.
Rafael distribuye a los apóstoles de forma equilibrada, integrando los gestos y miradas para guiar la atención hacia Cristo, situado en el centro de la escena. A diferencia del dramatismo de Leonardo, Rafael opta por una representación más serena y ordenada, que invita a la contemplación. La arquitectura en la que se encuadra la escena refuerza esta calma: un espacio simétrico y luminoso, con perspectiva lineal perfecta.
Los rostros de los apóstoles muestran una variedad de emociones, pero sin llegar al desgarro emocional. La figura de Judas, aunque diferenciada, no es grotesca, sino que mantiene la dignidad general del conjunto. El colorido es rico pero contenido, y la técnica del fresco evidencia la maestría del pintor.
Esta obra no solo es una expresión de fe, sino también una muestra del ideal renacentista de equilibrio entre forma, emoción y contenido teológico. Rafael logra unir belleza estética y mensaje espiritual con total naturalidad.