Conceptos Clave en Filosofía y Ética: Freud, Sofistas y Sócrates

La Psicología del Inconsciente según Freud

Sigmund Freud distingue en el ser humano una estructura psíquica compuesta por tres elementos fundamentales:

  • El Ello: Impulsos Primarios y el Principio de Placer

    Se refiere a la instancia inconsciente e irracional en el ser humano, el ámbito de los impulsos primarios o instintos. Freud distingue entre impulsos sexuales (la líbido, que forma parte de Eros, los impulsos de vida y autoconservación) y los impulsos de autodestrucción, que se manifiestan en forma de agresividad y reciben el nombre de Thanatos (muerte, por ser opuestos a los impulsos vitales de Eros).

    Todos estos impulsos primarios se rigen por el principio de placer, es decir, la exigencia de satisfacción inmediata e incondicional de su necesidad, sin respetar ningún orden lógico ni ninguna limitación objetiva procedente de la realidad, de la sociedad o de la propia conciencia. Puesto que la realidad casi nunca hace posible esta satisfacción, esos impulsos pueden producir fantasías, sueños o comportamientos neuróticos a través de los cuales se consigue una satisfacción de tipo sustitutorio.

  • El Superyó: La Instancia Moral Interiorizada

    Es el conjunto de normas, prescripciones sociales y morales que hemos interiorizado durante la infancia en el proceso de nuestra educación. La sociedad tiende a reprimir los impulsos inconscientes, limitando el principio de placer, ya que la vida en sociedad exige de cada individuo el sacrificio de sus impulsos irracionales y su egoísmo por el bien común. Por lo tanto, el Superyó es la instancia moral que presiona sobre el individuo, exigiéndole el control de los impulsos del Ello y el cumplimiento de las obligaciones sociales interiorizadas. La autoridad moral no está solo fuera de nosotros, sino también dentro, como fuerza de contención y represión.

  • El Yo: El Árbitro entre el Placer y la Realidad

    Es la instancia consciente del individuo, el escenario de una lucha continua entre el Ello y el Superyó. El conflicto se inicia por el principio del placer que rige los impulsos inconscientes, cuyo deseo de satisfacción choca con las prohibiciones morales del Superyó. Por este motivo, el Yo intenta sustituir el principio de placer por el principio de realidad, que pospone la satisfacción inmediata de sus necesidades por una satisfacción más segura y aceptable por la sociedad. La función del Yo en este conflicto es activar el juicio y la decisión voluntaria para actuar como árbitro consciente y racional en nuestra lucha. Cuando no es capaz de hacer esto y el conflicto no se resuelve por la acción de la conciencia, entonces interviene la represión para hundir el problema en el inconsciente, produciendo malestar y neurosis.

    En definitiva, el individuo humano, que ha de vivir necesariamente en sociedad, siente a cada momento la amenaza de que afloren a su vida consciente las fuerzas y los deseos reprimidos de su inconsciente, especialmente sus impulsos sexuales y agresivos. Para actuar en esta situación, el Yo ha de fortalecerse ampliando su formación y su cultura con el objetivo de ser capaz de satisfacer sus impulsos de manera racional y respetuosa con los demás.

El Relativismo de los Sofistas: Verdad y Utilidad

En pleno auge de la democracia ateniense, unos maestros itinerantes, conocidos como sofistas, ofrecían enseñanzas sobre asuntos humanos como la antropología, el derecho o la política. Eran escépticos en cuanto a la capacidad del entendimiento humano para alcanzar la verdad, por lo que consideraban que no se puede distinguir entre lo verdadero y lo falso. Este escepticismo conduce al relativismo, al considerar que la verdad o las verdades morales dependen de las circunstancias. No hay criterios universales, sino que todo es opinable y, por tanto, relativo.

Si no existen verdades universales, se hace necesaria la búsqueda de un saber práctico que sirva al ciudadano para regular su vida diaria. El concepto de verdad se sustituye por el de utilidad o eficacia. La auténtica sabiduría consistía en proponer opiniones mejores y soluciones más útiles. La sabiduría y el sabio son tales en la medida en que sirven para mejorar la situación del ser humano.

Todo esto configura un relativismo marcadamente escéptico que se caracteriza por la imposibilidad de obtener verdades universales. Según Protágoras, uno de los principales sofistas, no tiene sentido hablar de lo que las cosas son, sino de lo que le parece a cada uno. Aplicando esto al campo de la ética, significa que no se puede definir qué es el bien o el mal, la justicia o cualquier valor moral, sino que serán buenas o justas aquellas cosas que así le parezcan a cada uno. Desde este punto de vista, nadie puede achacar error a otro, porque ninguna opinión es más verdadera que otra; sin embargo, sí que es posible afirmar que una opinión sea mejor que otra si así parece a juicio de la mayoría. De este modo, para los sofistas, el virtuoso es aquel capaz de averiguar qué es lo que la mayoría considera justo y conveniente, convenciendo al resto de ciudadanos en la asamblea pública (el Ágora) de que tal cosa es conveniente. Por lo tanto, el hombre virtuoso es el ciudadano virtuoso.

Sócrates y el Intelectualismo Ético: Saber es Virtud

Esta teoría afirma que si alguien actúa de un modo virtuoso es porque conoce lo que es el bien. De este modo, la virtud y la sabiduría van siempre unidas. El que más sabe es el que mejor actúa; por esta razón, esta teoría recibe el nombre de Intelectualismo Ético. La inteligencia y el saber son los caminos que conducen al comportamiento correcto y, por tanto, a la virtud. Para Sócrates, la persona malvada o injusta es en realidad ignorante.

Tanto para Sócrates como para su discípulo Platón, los valores morales son objetivos y universales. Los virtuosos serían aquellos que hayan alcanzado el conocimiento verdadero, siendo así capaces de distinguir entre bien y mal. La causa de que los seres humanos actúen mal no reside en una debilidad intrínseca, sino en un error intelectual al juzgar como bueno o conveniente aquello que no lo es, ya que el ser humano no se equivoca a sabiendas.

En definitiva, para hacer el bien hay que saber lo que es el bien. Sócrates defiende la existencia de unos valores éticos universales, pero no pretende enseñarlos ni exponerlos mediante discursos, sino ayudar con sus preguntas a que su interlocutor llegue a descubrirlos en su interior. Este método fue llamado mayéutica, que literalmente significa “oficio de ayudar a dar a luz”, ya que Sócrates pensaba que la verdad está dentro de cada uno de nosotros, y el papel del maestro consiste en ayudar al discípulo a encontrarla por sí mismo. Más adelante, Platón justifica la existencia de valores morales universales en el interior de cada uno por medio de su teoría de la reminiscencia.