La Moralidad Intrínseca del Periodismo: Poder, Responsabilidad y Desafíos Éticos

1. La Moralidad Intrínseca de las Profesiones: Abogacía y Periodismo

A propósito de la moral de los abogados, planteábamos la cuestión de si existen o no ciertas profesiones que llevan en sí una especie de inmoralidad intrínseca o inseparable de la profesión misma. Decíamos que la cuestión podía, efectivamente, discutirse con respecto a la profesión de abogado, quedando siempre bien entendido que esa inmoralidad intrínseca representa simplemente la parte mala de algo bueno o necesario, y que admitirla no significa aceptar que la profesión es mala, sino simplemente saber, con un espíritu sincero, reconocer cuándo existe ese mal inseparable del bien.

Esta cuestión era discutible con respecto a los abogados; también lo es con relación al periodismo. Y mi sinceridad me obliga a decirles que, aquí también, casi creo que esa inmoralidad intrínseca existe y que no es posible suprimirla del todo.

La prensa es un bien, un inmenso bien; es todo lo que se dice, y hasta todo lo que se declama sobre ella: es apostolado, sacerdocio, cuarto poder y todo lo demás. Es todo eso —sinceramente—; pero los bienes que la hacen tal no pueden separarse de ciertos males. Razón de más para estudiarlos, para prevenirnos contra esa especie de inmoralidad intrínseca, con el objeto de saber si es posible evitarla y, si no, atenuarla hasta donde nos sea posible.

2. El Poder Formidable de la Prensa y sus Implicaciones Morales

Ante todo, y si bien se piensa, la prensa es realmente una cosa formidable: la impresión que se siente ante ella, si tratamos de librarnos de la costumbre, casi no puede ser otra que de terror. Existe en mecánica un aparato que se llama, justamente, prensa también: la prensa hidráulica, por cuyo medio, como nos enseñan los tratados de física, un niño puede realizar trabajos colosales, puede levantar moles, puede triturarlas. Pues bien: en la otra prensa sucede absolutamente lo mismo: cualquiera, también, puede, por ejemplo, levantar reputaciones o hacerlas pedazos con la mayor facilidad, y hasta con la misma inconsciencia del niño. Por eso no encuentro otros términos que espanto o terror ante esa desproporción colosal entre la causa y el efecto.

Sean dos de ustedes, iguales en inteligencia, en saber, en todo; pero el uno «escribe en un diario» y el otro no. Ambos opinan sobre una misma cuestión: política, filosófica, científica, económica, personal… La opinión del uno produce efectos en un radio limitadísimo: en su casa, en las conversaciones que pueda tener en la calle con cinco o seis amigos, y nada más. Entretanto, la opinión del otro, que es igual, puede, al otro día, manifestándose por medio de un artículo, impresionar a todo el país; puede llevar la convicción, hacer creer en un hecho, tal vez falso, a millones de personas; puede destruir una reputación para siempre; puede causar al honor, a la felicidad de uno o de muchos seres, un mal irreparable. Sin embargo, la fuerza era la misma.

Realmente, cuando se piensa, esto causa espanto. Por consiguiente, la moral de la prensa es una moral delicadísima. El que dispone de un poder semejante se encuentra en una situación especial y contrae deberes que se diferencian de otros deberes en que tienen una intensidad también formidable, o que debería sentirse como tal. Y entretanto, como les decía, hay en la prensa, a mi juicio, una causa de inmoralidad intrínseca, inevitable, que puede descomponerse en dos:

  • En lo relativo a los hechos: la obligación de afirmar sin información suficiente.
  • En lo relativo a la doctrina: la obligación de opinar sobre todos los asuntos.

La Obligación de Afirmar sin Información Suficiente

La obligación, digo, de informar sobre los hechos sin base suficiente. Esto es inevitable y es grave. Enseñamos, ya para el caso limitado y menos grave de las conversaciones privadas, que hay que guardarse bien de hacer una afirmación antes de tener sus pruebas; que antes, por ejemplo, de atribuir a una persona un acto que pueda afectar su reputación o su tranquilidad, han de buscarse todas las pruebas necesarias. Entretanto, la prensa está organizada de tal manera que la afirmación (y, si no, la insinuación) debe venir siempre, casi fatalmente, antes que la prueba, o, en todo caso, nunca puede esperar la prueba lógicamente rigurosa, ni aun aceptable.

3. El Desafío de la Veracidad y la Reparación en el Periodismo

Hace pocos días leíamos en un diario un suelto por el cual se atribuía a un célebre poeta una estafa. El suelto, dicho sea de paso, se titulaba «Estafador», lo cual indica simplemente la ligereza (no siendo ligereza, sería inmoralidad) del autor, ya que del telegrama resultaba que el conocido poeta —cuyo nombre suprimimos para no incurrir en la misma falta— estaba simplemente acusado de aquel delito. Pero comparen ustedes la obligación del periodista —esta es la cuestión de inmoralidad intrínseca— con la que la buena moral exigiría.

Mientras no exista una prueba absoluta de un hecho de ese género, es deber nuestro no admitirlo y, mucho más, no propagarlo. La violación de este deber hasta tiene nombre en los compendios de moral, y enseñamos a nuestros hijos, por ejemplo, o a los niños a quienes nos toca educar, que deben guardarse bien de propagar hechos vergonzosos no probados, y ni siquiera los probados cuando no sea necesario. Y entretanto, el periodista está obligado, una vez que un hombre es acusado de un delito —está, o se considera obligado— a hacerlo saber inmediatamente a unos cuantos millares de personas.

La Reparación de Errores y su Alcance Limitado

Es cierto que será la misma prensa la que se encargará mañana de publicar las pruebas de la inocencia, en el caso de que estas puedan obtenerse; pero la moralidad absoluta habría exigido guardarse de hacer mal a un hombre sin prueba, y aun de hacerlo inútilmente, aunque la prueba existiera. Por lo demás, esa misma reparación, ese otro suelto que se publicará dentro de algunos meses o de algunos años, y que se titulará «Inocente», podrá, o no, llegar a las manos de todos los lectores que leyeron el primero.

4. La Legislación de Prensa y la Obligación de Opinar sobre Todo

Recuerdo sentencias judiciales, de las que podría dar lectura, por las cuales periodistas acusados justamente por el delito de difamación fueron judicialmente absueltos en virtud de que la prensa es una institución de tal naturaleza que está obligada a propalar noticias, aunque sean contrarias al honor de las personas, aun sin tener la prueba completa, ni mucho menos. Y con ese criterio, efectivamente, se juzgan los delitos de prensa, para la cual hay, y tiene que haber, una legislación especialmente benigna y amplia en casos tales. Y en cuanto al segundo hecho, o sea esa obligación que tiene el periodista de opinar sobre todo, realmente es también monstruosa.

Evitar Extremos: La Prensa no es un Mal Absoluto

Cuando se ha tenido la suficiente inteligencia y, sobre todo, la suficiente sinceridad para comprender esa especie de inmoralidad intrínseca de la prensa, hay que evitar cierta actitud extrema en que se cae fácilmente, a saber: concluir que lo que tiene inconvenientes es malo.

Por consiguiente, sería absurda la conclusión extrema de que la prensa es un mal. Pero es también peligroso el estado de espíritu opuesto, una especie de declamación que nos conduce a no ver los males, cayendo en lo que hemos descrito como descuido moral. Quiero decir que los que no saben ver y sentir esos inconvenientes no atienden a la manera de repararlos o atenuarlos, y aun se dejan llevar, sin notarlo, a una especie de sub-inmoralidad habitual.

5. Estrategias para Atenuar los Males Intrínsecos del Periodismo

Hay, pues, que ser bien consciente de los males que les he señalado, y de otros conexos, con el objeto de poder corregirlos en lo posible. Los dos principales son, hemos dicho: en cuanto a las cuestiones de hecho, la deficiencia forzosa de información; y, en cuanto a las cuestiones de doctrina, la obligación de formar opinión sobre todos los asuntos.

La Importancia Crucial de las Rectificaciones

Damos por irremediable que la prensa tenga que afirmar hechos sin la información tranquila, metódica, que se requeriría en rigor. Como lo ha dicho muy bien un moralista, para afirmar un hecho que pueda dañar, por ejemplo, la reputación o el bienestar de una persona, se necesitaría, por lo menos y con mayor razón, la información documentada exigible para afirmar un hecho científico. Muy lejos de ello estamos; pero puede perfectamente atenuarse el mal con algo que debería ser la regla de la prensa y que, de hecho, es la excepción; a saber: una extremada facilidad y una extremada amplitud y lealtad para las rectificaciones: exacerbar en esto el escrúpulo.

La Resistencia a la Rectificación en la Práctica Periodística

Cuando un diario ha dado una noticia o le ha dado cierta forma, se cree obligado a mantenerla; hasta existe una serie de términos despectivos para el diario que rectifica, que reconoce su error: eso se llama «una plancha» o por el estilo.

Por regla generalísima, el que envía una rectificación a la prensa tiene nueve probabilidades en diez de ver al otro día, arriba de su carta (si es que obtiene la publicación), un título por el estilo del siguiente: «Rectificación que no rectifica», o esta variante: «Rectificación que ratifica»… Es casi fatal.