Conceptos Fundamentales para la Historia Política del Siglo XIX
Núcleo Temático: Construcción y Consolidación del Estado Liberal
Liberalismo
El liberalismo es la doctrina política que defiende las libertades y la iniciativa individual, y limita la intervención del Estado y de los poderes públicos en la vida social, económica y cultural. Asimismo, puede identificarse como una actitud que propugna la libertad y la tolerancia en las relaciones humanas. Promueve, por tanto, las libertades civiles y se opone a cualquier forma de despotismo. Constituye la corriente en la que se fundamentan tanto el Estado de derecho, como la democracia participativa y la división de poderes.
Reaccionario
Reaccionario es un término referido a ideologías o personas que aspiran a instaurar un estado de cosas anterior al presente. Se originó como expresión peyorativa para referirse, desde la Revolución francesa, a lo que se opone a la revolución, como sinónimo de contrarrevolucionario. Esa identificación se fue matizando con la posterior extensión del concepto «revolución», lo que hizo que el concepto «reacción» fuera cambiando también de contenido, pasando a identificarse usualmente con la oposición entre los términos progresista y conservador, que propiamente designaban en un principio otras posturas políticas.
Soberanía
La soberanía es el derecho que tiene el pueblo a elegir a sus gobernantes, sus leyes y a que le sea respetado su territorio. Según esto, habría que considerar que el derecho se tiene frente a alguien y porque alguien lo concede; en consecuencia, habría que convenir en que la soberanía, más que un derecho, es el “poder”. Un poder al modo que recoge Jean Bodin en su definición de soberanía.
División de Poderes
La separación de poderes o división de poderes es una ordenación y distribución de las funciones del Estado, en la cual la titularidad de cada una de ellas es confiada a un órgano u organismo público distinto. Junto a la consagración constitucional de los derechos fundamentales, es uno de los principios que caracterizan el Estado de Derecho moderno. Modernamente, la doctrina denomina a esta teoría, en sentido estricto, separación de funciones o separación de facultades, al considerar al poder como único e indivisible y perteneciente original y esencialmente al titular de la soberanía (nación o pueblo), resultando imposible concebir que aquel pueda ser dividido para su ejercicio.
El Carlismo y el Inicio de la Guerra Civil (1833-1840)
1.1. El Carlismo: Dos Opciones Enfrentadas
Los insurrectos proclamaron rey al infante Carlos María Isidro, confiando en su persona la defensa del absolutismo y de la sociedad tradicional. Se iniciaba así una larga guerra civil, que enfrentaría a los defensores del Antiguo Régimen con los partidarios de iniciar un proceso reformista de carácter liberal.
La Ideología Carlista
El carlismo se presentaba como una ideología tradicionalista y antiliberal que recogía la herencia de movimientos similares anteriores, como los malcontents o agraviados y los apostólicos. Bajo el lema “Dios, Patria y Fueros” se agrupaban los defensores de la legitimidad dinástica de don Carlos.
Bases Sociales de los Bandos
Entre quienes apoyaban el carlismo figuraban numerosos miembros del clero y una buena parte de la pequeña nobleza agraria. Los carlistas también contaron con una amplia base social campesina y cobraron fuerza en las zonas rurales del País Vasco, Navarra y parte de Cataluña. Muchos de ellos eran pequeños propietarios empobrecidos, artesanos arruinados, que desconfiaban de la reforma agraria defendida por los liberales. Además, los carlistas se identificaban con los valores de la Iglesia, a la que consideraban defensora de la sociedad tradicional.
La causa isabelina contó con el apoyo de una parte de la alta nobleza y de los funcionarios, así como de un sector de la jerarquía eclesiástica. Pero para hacer frente al carlismo, la regente se vio obligada a buscar la adhesión de los liberales. De este modo, y para comprometer a la burguesía y a los sectores populares de las ciudades en la defensa de su causa, la regente tuvo que acceder a las demandas de los liberales que exigían el fin del absolutismo y del Antiguo Régimen.
1.2. Desarrollo del Conflicto Armado
Los carlistas no pudieron contar inicialmente con un ejército regular y organizaron sus efectivos en grupos armados que actuaban según el método de guerrillas. Las primeras partidas carlistas se levantaron en 1833 por una amplia zona del territorio español, pero el foco más importante estaba en Navarra y País Vasco.
Apoyos Internacionales
Desde el punto de vista internacional, don Carlos recibió el apoyo de potencias absolutistas como Rusia, Prusia y Austria, que le enviaron dinero y armas, mientras Isabel II contó con el apoyo de Gran Bretaña, Francia y Portugal, favorables a la implantación de un liberalismo moderado en España.
Fases de la Guerra
Primera Etapa (1833-1835): Estabilización y Triunfos Carlistas
La primera etapa se caracterizó por la estabilización de la guerra en el norte y los triunfos carlistas. La insurrección tomó impulso en 1834 cuando Don Carlos abandonó Gran Bretaña para instalarse en Navarra, donde creó una monarquía alternativa. El general Zumalacárregui logró organizar un ejército con el que conquistó Tolosa, Durango, Vergara y Eibar, pero fracasó en la toma de Bilbao, donde encontró la muerte.
En la zona de Levante, los carlistas estaban más desorganizados, operando con escasa conexión entre las diferentes partidas. Las de las tierras del Ebro se unieron a las del Maestrazgo y el Bajo Aragón, conducidas por el general Cabrera, que se convirtió en uno de los líderes carlistas más destacados.
Segunda Etapa (1836-1840): Decantación Liberal y Fin del Conflicto
En la segunda fase, la guerra se decantó hacia el bando liberal a partir de la victoria del general Espartero en Luchana (1836), que puso fin al sitio de Bilbao. Los insurrectos iniciaron una nueva estrategia caracterizada por las expediciones a otras regiones.
La más importante fue la Expedición Real de 1837, que partió de Navarra, marchó hacia Cataluña y se dirigió a Madrid con la intención de tomar la capital, pero las fuerzas carlistas fueron incapaces de ocupar la ciudad y se replegaron hacia el norte.
La constatación de la debilidad del carlismo propició discrepancias entre los transaccionistas, partidarios de alcanzar un acuerdo con los liberales, y los intransigentes, defensores de continuar la guerra. Finalmente, el jefe de los transaccionistas, el general Maroto, acordó la firma del Convenio de Vergara (1839) con el general liberal Espartero. Solo las partidas de Cabrera continuaron resistiendo en la zona del Maestrazgo hasta su derrota en 1840.