El Quitasol
1777
En 1775, Goya recibió el encargo de realizar una serie de cartones para tapices destinados a la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, creada por Felipe V y que tuvo su mejor momento durante el reinado de Carlos III. Los tapices estaban destinados a decorar las grandes y fastuosas salas de las residencias reales, una costumbre introducida en España por los Austrias. La realización de cartones era una ocupación habitual entre los pintores de la época.
El Quitasol, uno de los cartones más célebres, debía formar parte de la decoración del comedor de los Príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa) en el Palacio de El Pardo. La escena representa a una pareja: él, vestido de majo madrileño, protegiendo del sol con una sombrilla —símbolo del cortejo y la galantería— a una dama vestida a la francesa con un perrillo faldero acurrucado sobre su delantal blanco. La mujer mira abiertamente al espectador, con coquetería, haciéndole partícipe de la escena, que se desarrolla al aire libre.
El esquema compositivo es triangular, aunque Goya lo rompe introduciendo elementos que van en otras direcciones, como la sombrilla, el árbol del fondo o el muro. El colorido es muy vivo, sobre todo en la riqueza cromática con que está tratado el traje de la dama: mantilla de seda blanca morada con vueltas de piel, pañuelo anudado en forma de flor, corpiño de seda azul y falda amarilla sobre la que resalta el delantal blanco. Destaca el contraste entre el verde de la sombrilla y el tocado rojo de la muchacha.
La escena es muy luminosa, y la inclusión de la sombrilla permite a Goya demostrar su maestría al dejar parte del rostro de la dama en penumbra, mientras el resto aparece iluminado por una luz que parece surgir desde abajo.
La obra refleja la influencia del rococó francés, aunque Goya imprime en ella su sello personal.
El carnaval de arlequín
1924-1925
La obra pertenece a la época en la que el artista tuvo mayor contacto con el grupo surrealista, aunque manteniendo siempre su individualismo y fuerte personalidad, por lo que nunca aceptó totalmente los principios establecidos por André Bretón.
La escena está repleta de su compleja iconografía, poblada de multitud de formas reconocibles pero profundamente transformadas: notas musicales, estrellas, pequeños animales… Dos figuras tienen más entidad: la figura de Arlequín, con sombrero, barba y bigote, y la estilizada figura que lleva una guitarra en la mano y que ocupa el centro de la composición. A la izquierda, una escalera, símbolo de evasión y elevación; y a la derecha, una ventana a través de la cual se ve la Torre Eiffel, y una mesa con varios objetos, entre los que destaca una esfera oscura como representación del globo terráqueo. Una especie de serpentina terminada en una mano atraviesa parte del cuadro.
Con todos estos elementos, Miró construye un universo poético propio, en el que los objetos se convierten en signos de su mundo interior, por lo que el cuadro aparece como la manifestación visual del inconsciente.
El color se aplica en tintas planas, utilizando sobre todo los colores primarios: rojo, amarillo y azul, además del negro y el blanco. La composición es básicamente intuitiva, basada en el equilibrio entre líneas y manchas de color. Miró se acerca con sus imágenes al mundo infantil, porque ese es el territorio en el que se manifiesta realmente el inconsciente, anterior a la educación que reprime y censura; un mundo en el cual se pueden burlar los límites de la razón.
Pinturas Negras
1820-1823
En 1819, Goya compró una finca a orillas del Manzanares, que se conoció como la Quinta del Sordo. De nuevo, una grave crisis lo recluyó y lo ahuyentó de la vida social, volcándose sobre su propio mundo interior. Sobre las paredes de las habitaciones, al óleo sobre yeso, dio nacimiento a las Pinturas Negras, obras que no tuvieron reconocimiento hasta muchas décadas después.
Goya plasmó las pesadillas más horrendas del hombre, a base de pinceladas brutales, libres de toda norma y contención. Reflejó lo más horrible y sórdido de la naturaleza humana, anticipándose al expresionismo. Los colores se redujeron a negros, marrones y blancos.
La interpretación de este conjunto pictórico es extremadamente difícil, aunque temáticamente se relacionan con obras anteriores como Los Caprichos, Los Disparates o El Coloso.
El problema reside en saber hasta qué punto se trata de un programa iconográfico premeditado o si las obras fueron surgiendo espontáneamente de la mente del artista. Muchos de los temas ya habían sido tratados por Goya en su obra anterior: la brujería, la Inquisición, las romerías populares, la violencia entre los seres humanos, etc.
Las interpretaciones han sido muy variadas, pero por encima de todas ellas, lo que la obra nos transmite es una sensación de desesperanza; el triste convencimiento al que llegó Goya de que es imposible llevar a la práctica las ideas de la Ilustración ante la magnitud de las fuerzas del mal, que parecen reinar sin oposición: la violencia fratricida, la locura, la mendicidad… Goya es el primer artista que dirige una honda mirada no solo al interior del alma humana, sino al inexplorado mundo del inconsciente.
El tres de mayo de 1808
1814
Este gran cuadro fue pintado por Goya tras el encargo de la Regencia hecho en marzo.
La obra representa la brutal represión que sucedió a la jornada de enfrentamientos en diversos lugares de Madrid, el 2 de mayo de 1808 (hechos reflejados en el cuadro anterior). En la madrugada del día 3, todos aquellos madrileños que habían sido detenidos por los franceses fueron pasados por las armas, sin juicio alguno, por orden del mariscal Murat. El lugar donde tuvieron lugar los fusilamientos se ha situado en los altos de la Moncloa, aunque algunos señalan que sucedieron en la Montaña del Príncipe Pío.
Un pelotón de fusilamiento, formado por anónimos soldados franceses cuyos rostros no vemos, ya que están colocados de espaldas, se dispone a fusilar a los madrileños detenidos en los enfrentamientos del día anterior. Así nos lo indican los fusiles preparados para disparar y la posición de las piernas. Una gran fila de detenidos, que vienen caminando desde el fondo, corta los dos grupos de la composición.
La escena se desarrolla por la noche, y la iluminación intensamente dramática sobre los que van a morir procede de un gran farol situado en el suelo, junto a los soldados franceses, que están en la penumbra. Goya lleva a cabo un profundo estudio de las distintas reacciones de los seres humanos ante la inminencia de la muerte: el fraile capuchino, arrodillado, se refugia en la oración y encomienda su alma a Dios. Otros, desesperados y aterrorizados, se tapan los ojos. El centro de atención está en la figura del patriota madrileño que, con pantalón amarillo y camisa abierta blanca, abre sus brazos en un gesto que supone una clara referencia a Cristo en la cruz. Su actitud denota valentía y arrogancia. En primer término, y dramáticamente ensangrentados, aparecen tendidos en el suelo algunos cadáveres.
La aplicación de los colores en manchas violentas, con predominio de ocres, negros y grises, y acorde con el sentido dramático y nocturno del acontecimiento, es espléndida. Espléndido es también el cromatismo claro e intensamente iluminado del personaje central.
Estamos ante una obra auténticamente estremecedora, en la que la violencia se manifiesta en toda su crudeza, al igual que en los Desastres de la guerra, en un auténtico alegato contra la guerra.