Por Carmen Guadalupe Olvera Sánchez.
La historia del conflicto entre la Iglesia y el Estado, y de la persecución religiosa, se sitúa dentro del cuadro de la ruptura entre las élites en la Europa de los siglos XVIII y XIX y sus prolongaciones latinoamericanas. En México, la Iglesia suspendió los cultos, y la vida litúrgica y sacramental prácticamente desapareció. El pueblo respondió con el levantamiento: la Cristiada, la Guerra de los Cristeros, una guerra terrible de un pueblo contra sus dirigentes, su Estado, su ejército, una guerra que tuvo tintes revolucionarios y coloniales.
Orígenes y Desencadenantes del Conflicto
En febrero de 1925, Morones había intentado crear una Iglesia mexicana cismática, apoderándose de una parroquia en la capital. Pero, dado que una iglesia no se funda como un sindicato, su intento fracasó. Esta fue la chispa que encendió la pólvora. A partir de esa fecha, los católicos perdieron toda confianza en el gobierno y se inició la guerra.
Al día siguiente de la tentativa cismática de 1925, los católicos constituyeron una gran organización cívico-política, la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR), dirigida por jóvenes militantes de la Acción Católica. Los primeros levantamientos se habían producido al día siguiente de la suspensión de cultos. Junto a las provocaciones puras y simples, todos los actos de autoridad fueron percibidos como agresiones. La clausura de las iglesias, ordenada imprudentemente por el gobierno hasta la ejecución de los inventarios; el inventario mismo; el arresto de curas o dirigentes laicos, fueron causas directas de levantamientos espontáneos. El gobierno cometió el error de arrestar a los sacerdotes, lo que provocó nuevos levantamientos. La revolución estalló en enero de 1927. Grupos católicos, verdaderamente valientes, se sublevaron contra el gobierno al grito de «¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!» Obregón hizo una nueva tentativa para acercar a Calles y a los obispos, pero en abril, el ataque espectacular a un tren bancario provocó la cólera de Calles, quien expulsó del país a los obispos.
Desarrollo Militar y Estrategias
El poder militar, a pesar de su deseo de vencer a los cristeros y a la Iglesia, no era capaz de resolver el problema. La ignorancia de la exasperación popular era una ignorancia voluntaria, puesto que el levantamiento había sido anunciado con antelación y las medidas militares tomadas preventivamente. Entre 1926 y 1934, Amaro trabajó para poner en pie esta caballería, sin lograr en tres años rivalizar con los cristeros. No se improvisa un jinete, y el origen geográfico de los reclutas no facilitaba las cosas: los batallones yaquis y las tropas indígenas levantadas en Oaxaca, Guerrero y Puebla estaban formadas por hombres de a pie.
Después de su fracaso militar, la Liga abandonó la esperanza de dirigir el movimiento y emprendió la búsqueda de un director técnico al que se pedía, a la vez, capacidad militar y obediencia política: Enrique Gorostieta. La Liga fue en su búsqueda, y él, lleno de odio hacia Obregón y Calles, aprovechó la ocasión de venganza, así como una aventura favorable, similar a cuando Felipe Ángeles se unió a Villa. Personaje bastante misterioso, adoptó la causa de los cristeros sin compartir su fe. La consolidación de la Cristiada estaba ya ganada en julio de 1927, y su nuevo impulso no había esperado al general Gorostieta. En las tres grandes regiones donde los cristeros estaban sólidamente implantados, el desgaste del ejército federal proseguía, y sobre el mapa de “viruela” del Estado Mayor, las manchas negras se extendían para unirse y abarcar todo el centro-oeste. En enero de 1929, ya no era posible seguir la guerra día con día. No había plaza que no fuera atacada cada semana: más de 100 combates en 30 días en los Altos de Jalisco. El gran esfuerzo federal de enero condujo al fracaso, y en febrero, la situación se deterioró rápidamente a pesar de la llegada de tres escuadrillas de aviación y seis regimientos de artillería de montaña.
El Apogeo Cristero y el Fin del Conflicto
A principios de marzo de 1929, los generales Manzo y Escobar (este último, quien en 1927 había ejecutado a su amigo Gómez) se rebelaron contra el gobierno de Calles y Portes Gil, con 25,000 hombres concentrados en el noroeste. La rebelión entrañó la pronta respuesta del gobierno. Calles se hizo nombrar Secretario de Guerra, y abandonó el oeste a los cristeros. Reunió a 35,000 hombres que lanzó hacia el norte para aplastar en la Batalla de Jiménez a los ejércitos de Manzo, cuyos trenes eran bombardeados por la aviación de los EE. UU. Gorostieta observaba la situación con pesimismo. Ordenó, en consecuencia, pasar a la ofensiva inmediata, atacando prioritariamente todas las vías de comunicación. Del 3 de marzo al 15 de mayo, los cristeros aplastaron a las tropas auxiliares abandonadas por la federación y tomaron todo el oeste de México, con excepción de las ciudades más grandes que, como islas, permanecían en poder de las guarniciones federales atrincheradas. En junio, a pesar del regreso de las tropas de línea, el movimiento cristero estaba en su apogeo.
Todo se arregló entre el 12 y el 21 de junio: Morrow había redactado el Memorándum de los dos bandos. Roma estaba de acuerdo, y el 22, la prensa publicó los arreglos: la ley permanecía, pero se suspendía; se prometía la amnistía a los rebeldes y la restitución de los templos y curatos. A cambio, la Iglesia reanudaba los cultos. El primer resultado del arreglo fue el alza de los valores mexicanos en la Bolsa de Nueva York, mientras los cristeros deponían las armas. El costo de la guerra no es fácil de evaluar; habría que agregar a los gastos militares el capital destruido, las pérdidas humanas, lo que se dejó de ganar, las consecuencias económicas de la crisis y la emigración masiva a los EE. UU. La baja de los minerales en el mercado mundial y la disminución de la producción petrolera nada tienen que ver con la Cristiada, pero la guerra, al afectar el corazón agrícola del viejo México, hizo sentir su influencia. La guerra, finalmente, modificó el paisaje y la distribución geográfica del poblamiento.
Reflexiones sobre el Conflicto y sus Implicaciones
Es cierto que una lucha a ultranza contra la Iglesia, en un país como México entre 1914 y 1940, traduce frecuentemente profundas disensiones en el seno de la dirección, entre las facciones que trataban de brindar pruebas de su pureza. El radicalismo se manifestaba entonces como una demagogia militante contra la Iglesia. La política de Calles, y la del gobierno en general, trató de integrar a la Iglesia dentro del Estado. Los católicos, tradicionalmente separados de la política, representaban un peligro en la medida en que eran dinámicos y emprendedores. Tras el desmantelamiento del PCN en 1913-1914, la Iglesia ya no alentó a los católicos a lanzarse a la política. Sin embargo, el Estado, inquieto por el crecimiento del sindicalismo cristiano, quiso destruir este aparato, cuyo papel durante la persecución y, más tarde, en su colaboración con el vasconcelismo, reveló su peligrosidad.
Para el pueblo del campo, la persecución religiosa y los tres años de guerra fueron el peor infortunio en el curso de esos 30 años, en los que sufrieron tantos. Las gentes de la Iglesia nunca dirigieron ni inspiraron la resistencia armada y, cuando hicieron su paz política, los cristeros pagaron el precio. La gran Guerra Cristera contempla el enfrentamiento de dos mundos. Los cristeros, sin armas, sin dinero y sin jefes, condujeron una guerra de guerrillas, una guerra revolucionaria, una guerra sin piedad como todas aquellas que oponen un pueblo a un ejército profesional.